sábado, 22 de diciembre de 2007

MANUELA SÁENZ: UNA HISTORIA DE LA COOPERACIÓN ECUATORIANO-AMERICANA


Por Manuel Chiriboga.-*

Durante su exilio en el Perú, algunos académicos creen que Sáenz evolucionó hasta convertirse en una significativa pensadora política, proponiendo un nuevo papel para las mujeres como líderes de la sociedad civil en los países independientes de América del Sur.

Posiblemente ningún capítulo de las relaciones entre los Estados Unidos y Ecuador es tan poco conocido como la historia de Alexander Ruden, cónsul de Estados Unidos en el puerto peruano de Paita, quien extendió su amistad y ayuda a Manuela Sáenz, una de las figuras más sobresalientes del Ecuador, mientras vivió exiliada en esa ciudad desde 1835 hasta su muerte en 1856, debido a una epidemia.

Entre las décadas de 1830 y 1850, Paita, localizada en la costa norte del Perú cerca de la frontera ecuatoriana, fue un puerto marítimo próspero y vibrante donde se abastecían cientos de barcos balleneros de Nueva Inglaterra antes de aventurarse a las aguas del Pacífico. La ciudad disfrutaba de una época de bonanza; era el sitio de encuentro de prominentes figuras internacionales y estaba llena de nuevas ideas. De hecho, Paita fue tan importante que el gobierno de Estados Unidos nombró a Alexander Ruden cónsul en esa ciudad para que velara por sus intereses.

El cónsul Ruden ayudó a Manuela Sáenz durante un periodo difícil de su vida, proporcionándole trabajo como asesora y traductora, y recomendando sus servicios a los capitanes y marineros norteamericanos que visitaban regularmente el puerto de Paita. Igualmente significativo fue el hecho de que cuando se bloqueó el ingreso de la correspondencia de Manuela al Ecuador, Ruden utilizó el correo diplomático para que ella pudiera continuar comunicándose con líderes nacionales e internacionales, circunstancias que le permitieron el desarrollo de su activismo político y la difusión de sus escritos. La carta que Manuela Sáenz envió al presidente Juan José Flores con fecha 12 de julio de 1840 demuestra claramente que fue Ruden quien le facilitaba su correspondencia con Ecuador cuando esta fue interrumpida e interceptada por sus adversarios políticos. Si bien amerita mayor investigación, es posible que esta mujer tan observadora e inteligente, estudiosa de los clásicos, y quien hablaba un inglés fluido, haya sido influenciada por su interacción con Ruden y otros estadounidenses en Paita.

La historia de Ruden y Sáenz es descrita por el historiador Víctor von Hagen en su libro titulado Las cuatro estaciones de Manuela, así como en la correspondencia de Sáenz a Juan José Flores. En este sentido, von Hagen reportó lo siguiente:
“Alexander Ruden –a quien la gente del pueblo llamaba don Alejandro– había ingresado a la escena sudamericana tiempo atrás, viajando por vía marítima a Chile y luego trasladándose al norte en busca de algo que mereciera su empeño... Aprendió algo de español... luego a la edad de 29 años fue nombrado cónsul de los Estados Unidos en Paita, en donde permaneció durante dieciséis años hasta que la industria ballenera comenzó a decaer... Paita se le hizo menos difícil por la presencia de Manuela Sáenz. Conversaban en inglés; ella lo ayudó con las autoridades locales y hacía traducciones cuando el idioma español se encontraba fuera de su alcance. Ruden a cambio pudo aliviar la pobreza de Manuela.
Investigaciones más recientes están otorgando mayor importancia a la correspondencia que Manuela Sáenz enviaba desde Paita, ya que esta evidencia indica que el exilio intensificó en ella su identificación con Ecuador y su preocupación por los peligros que representaba la creciente inestabilidad política. Dicha situación la llevó a proponer maneras de lograr más solidaridad, lealtad y confianza social. Durante su exilio en el Perú, algunos académicos creen que Sáenz evolucionó hasta convertirse en una significativa pensadora política, proponiendo un nuevo papel para las mujeres como líderes de la sociedad civil en los países independientes de América del Sur. Las cartas de Sáenz imaginaban un mundo en el cual la mujer podía participar en la vida política de la nación, a través de asociaciones civiles que generaran un mayor sentido de comunidad, cooperación, patriotismo y estabilidad. Estas ideas pudieron haber sido enriquecidas por su relación con estadounidenses y otros extranjeros en Paita. Sus escritos apoyan aún más a aquellos que sostienen que Sáenz es una de las mujeres más notables de la historia latinoamericana.

Manuela Sáenz y Alexander Ruden fueron unos de los pioneros de las relaciones entre Ecuador y los Estados Unidos. Su historia de amabilidad y solidaridad humana en un pequeño y olvidado puerto es un ejemplo positivo de nuestra duradera amistad y mutua buena voluntad.


*Director Ejecutivo de la Fundación Panamericana para el Desarrollo (PADF), entidad afiliada a la Organización de los Estados Americanos.
Artículo tomado del libro ‘Ecuador y Estados Unidos tres siglos de amistad’

jueves, 13 de diciembre de 2007

“MANUELA SÁENZ SOY YO”





Posteado en: Letras y tiempos
Jaime Manrique libera al fantasma de la portentosa quiteña. No hay exageración al decir que estas páginas serán la mejor opción posible para escuchar –sí, escuchar- la voz de Manuela Sáenz, la célebre y arrojada amante de El Libertador que ocupa su propio lugar en la historia de la Independencia. El escritor colombiano Jaime Manrique se vale de una prosa limpia y directa para obrar el milagro con su nueva novela Nuestras vidas son los ríos
Por Oscar Medina — Fotografías cortesía de Jaime Manrique

Resulta difícil silenciar el eco en la memoria de la frase que marca el inicio de esta novela: “Nací rica y bastarda y morí pobre y bastarda”. Esas son las primeras palabras que el lector escuchará con la voz de Manuela Sáenz.
Y es que quizás uno de los mayores méritos del autor de Nuestras vidas son los ríos sea precisamente ese: convencer, lograr la plena seguridad de que éste y no otro podía ser el tono de la entrañable heroína; que es la voz de ella narrando su propia historia y la de su poderoso amor de escándalo y arrebato por Simón Bolívar, a cuya causa libertadora se consagró sin importar las consecuencias y desafiando todo aquello que la sociedad de entonces quiso imponer a su condición de mujer.
El barranquillero Jaime Manrique transformó su obsesión por Manuelita en esta hermosa novela –directa, sin artificios ni trucos- editada primero en inglés y publicada por Alfaguara en su traducción al español. Manrique, quien reside en Nueva York y es profesor en la Universidad de Columbia, suma entre sus títulos los poemarios Mi noche con Federico García Lorca; Tarzán, mi cuerpo y Cristóbal Colón; y las novelas Maricones eminentes, Luna latina en Manhattan, Twilight at the Equator y Oro colombiano.

—Lo primero que llama la atención de la novela es que haya sido escrita originalmente en inglés. De modo que la pregunta es obligada: ¿por qué en ese idioma?

—Escribí mis primeros cuatro libros en castellano. En mi caso, escribir en inglés no es una escogencia sino una necesidad. Salí de Colombia a los 17 años y, desde ese entonces, –con la excepción de varios años en la década de los 70– he vivido en Estados Unidos. A estas alturas, me siento más cómodo escribiendo ficción en inglés que en castellano. Sin embargo, todavía escribo poesía en mi lengua materna.

—Cuando un escritor dedica un libro se infiere en ello una fuerte carga sentimental, tu novela está dedicada a la memoria de Josefina Folgoso. ¿Quién es ella? ¿Qué representa para ti?

—Tuve una amistad con Josefina de más de 40 años. Ella fue mi mentora cuando era un muchacho en Barranquilla. Me dio a leer muchos libros importantes para mí y me llevó a ver las películas de Fellini, Antonioni, Visconti, DeSica, etcétera. Más importante aún, ella era la única persona que me tomaba en serio. Josefina inculcó en mí la certeza de que yo sería escritor. A pesar de la distancia geográfica que nos separaba, vivíamos en constante contacto. En los últimos años de su vida, Josefina fue abandonada por su marido, un político colombiano. Ella, como Manuela, cayó en la pobreza. Yo quería escribir mi novela para reivindicar la vida de mi amiga. Pero ella murió unos dos meses antes de que terminara Nuestras vidas son los ríos. Ocultó su enfermedad, y su gravedad, para que yo continuara escribiendo.

—Buscando información sobre ti en Internet, se topa uno con unas líneas de Wikipedia que dicen así: “Jaime Manrique (16 June 1949-) is a gay, Colombian-American author, poet and journalist”. ¿Te sientes retratado en esa línea?

—Bueno, es la verdad, excepto lo de periodista. No tengo talento para el periodismo. Se les olvidó que desde hace más de 20 años he enseñado literatura y talleres de creación literaria. Esa labor ha sido muy importante para mí. Pero poeta, gay, Colombo-Americano, sí soy todas esas cosas.

—¿Qué circunstancias te empujaron a dejar Colombia hace tantos años?


—Mi madre, a los 47 años, estaba sola y no tenía forma de mantenernos, ni educarnos, a mi hermana y a mí. Así que tuvo la buena idea de emigrar a Estados Unidos. En Barranquilla viví los primeros años de mi niñez, y gran parte de mi adolescencia. Esos son años que marcan a cualquier individuo, sobre todo a un escritor. Mi primera novela corta —El cadáver de papá— sucede en Barranquilla, el último día de carnaval. La ciudad ha aparecido en casi todos mis libros semi autobiográficos de ficción y también en mi poesía.

—En más de una ocasión has dicho que Manuela es un personaje que te obsesionaba. Esta es otra pregunta obligada: ¿Por qué Manuela?

—Porque la admiro profundamente. El libro es un tributo a mi madre, a Josefina Folgoso, a las mujeres más importantes en mi vida. Manuela y yo somos hijos ilegítimos de hombres ricos. Me interesan mucho los “outsiders”, los rebeldes, los no-conformistas, los visionarios, los valientes, y Manuela tiene todas esas características. Después de terminar la novela, concluí que (para robarle la frase a Flaubert), Manuela Sáenz soy yo.

Tu retrato de Manuela difiere del que hizo el escritor venezolano Denzil Romero en su libro La esposa del doctor Thorne. Romero quizás escribió sobre una Manuela más bien disoluta, se hizo eco de algo que se puede resumir como la “leyenda sexual” de Manuela, ¿ese aspecto como de cotilleo histórico no te interesó? ¿Lo obviaste de manera intencional?

—A propósito, no leí la novela de Denzil Romero. Tengo entendido que es una novela magnífica. Yo no sabía que era lo que quería contar acerca de Manuela hasta que le puse punto final a mi novela. Si supiera de antemano lo que quiero decir, no escribiría. Lo que me interesa en el proceso de escribir es descubrir lo que no sé, en las sorpresas que me proporcionan mis textos. Manuela se escribió a sí misma. Yo concibo un personaje, y después ellos toman vida, y de ahí en adelante están fuera de mi control.

—¿Existen suficientes documentos históricos para recrear la vida de Manuela o tuviste que apelar mucho a la ficción?

—Se ha escrito mucho acerca de Manuela, pero se sabe muy poco acerca de su niñez y su adolescencia. Yo decidí “inventar” esos años, porque me parecían clave para entender al personaje. Los años finales en Paita tampoco han sido bien documentados. Pero tenemos las cartas de Manuela; esas cartas me ayudaron mucho a entender los últimos 20 años de su vida.

—En tu investigación visitaste el puerto peruano de Paita, donde la heroína terminó sus días, ¿qué encontraste allí? ¿Cómo es el Paita de hoy?

—El viaje a Paita fue crucial. Allí hay una casa con una placa, donde se dice que tal vez vivió Manuela. Paita es una aldea pobre, caótica, atiborrada de unos mototaxis, que hacen un ruido infernal. Tiene un puerto de pescadores muy activo y el pueblo está rodeado de unas montañas de arcilla, desoladas. Lo que más me impresionó fue el mar sucio, casi muerto, y el desierto que hay que atravesar para llegar allí.
En Paita tuve la fortuna de conocer a Miguel Godos Curay y a su hijo Juan de Dios, quien vive en la casa con la placa. Don Miguel, quien reside en Piura, me dio mucha información acerca de Manuela. En la casa en Paita tienen un libro para visitantes donde la gente que va en busca de Manuela escribe unas cuantas palabras. Fue conmovedor encontrar que personas de todo el mundo han pasado por allí, buscando el fantasma de Manuela. Parece increíble, pero no hay ni siquiera una estatua a Manuela en Paita.

—¿No es como una especie de maldición que dos figuras tan determinantes en la vida de Bolívar como Manuela y Simón Rodríguez encontraran la muerte en la misma zona de Perú?

—No me parece que sea una maldición. Todos tenemos que morir en algún sitio. Es más, ese hecho tiene una especie de justicia poética.

—¿Qué determinó la desgracia de Manuela? ¿Por qué alguien tan hábil y con tanto poder como Santander podía sentirse amenazado por la presencia de Manuela en Bogotá? ¿Acaso ya no era una mujer derrotada tras la muerte de Bolívar?

—Manuela murió pobre y olvidada, pero en últimas, su vida es un triunfo. Los que la persiguieron en vida han sido olvidados, pero ella es inmortal. Santander y Manuela se odiaban a muerte. Ella quería que Bolívar lo fusilara después de la noche de la conspiración setembrina. Muerto Bolívar, Manuela continuó intrigando en Bogotá. Además, mientras estuviese allí, era difícil borrar a Bolívar de la historia.

—¿Hay una lección implícita en la historia de Manuela?—Sí, que la vida sólo vale la pena vivirla con pasión y por un ideal. Y que traicionarnos a nosotros mismos es el peor de todos los crímenes.

—¿Por qué la elección de la primera persona para narrar? ¿Qué trabajo conlleva intentar penetrar la cabeza y el corazón de una mujer tan extraordinaria? ¿No fue esa una elección arriesgada?

—Traté de escribir la novela en tercera persona y no lograba adentrarme en la psicología, ni en el alma de Manuela. Entonces, pasé varios días transcribiendo a mano sus cartas, y así un día, la oí hablar, y pude verla y palparla en mi estudio. De ahí en adelante, fue mucho menos difícil. Fue como si Manuela me hubiese dado su bendición.

—Es notable el recurso de ponerse también en la piel de las esclavas Jonatás y Natán, ¿esa fue tu mayor licencia literaria? ¿Cómo es eso de darle voz a figuras a quienes la historia siempre ha obviado o –en el mejor de los casos- las ha colocado como personajes marginales?

—Jessica Hagedorn, la gran novelista filipino-americana, y amiga entrañable, leyó una versión temprana de la novela y me dijo: “Si vas a tener las esclavas en la historia, tienen que ser verdaderos personajes.” Empecé a buscar información sobre ellas y no encontré nada. Ese silencio es muy diciente. Es como si los negros no hubiesen participado en la gesta de la independencia. La “historia” latinoamericana, es la historia de los criollos, para los criollos. En nuestra “historia” los indios y los negros casi siempre son personajes secundarios. Las voces de las esclavas me tocó encontrarlas en las narrativas escritas por las esclavas norteamericanas y antillanas. Jonotás y Natán fueron la verdadera familia de Manuela, fueron sus amigas, sus sirvientas, sí, pero también sus hermanas. Si de algo me siento orgulloso es de haber desarrollado esos dos personajes que no tenían voz en la historia de nuestra independencia.

—Se presume que la esclava Natán las sobrevivió. En un ejercicio de ficción, ¿cómo
imaginas que fue su vida ya con su propio hogar? ¿le adjudicarías un final feliz en recompensa a sus sacrificios?


—Sí, quería que esa historia terminara con una nota optimista. Quería que en cierta forma Natán y su familia representaran el futuro de los negros en Latinoamérica. En la creación de ese personaje me ayudó mucho una entrevista que le hice a la cantante peruana Susana Baca. Las cosas que ella me contó sobre la historia de los negros en el Perú, los que vivieron y viven cerca de Lima, me abrieron los ojos. Creo que en ese momento fue que comenzó a formarse mi visión del personaje de Natán.

—Manuela le plantea a su esposo Thorne que dejen su convivencia marital para el más allá, una vida después de la vida pero al estilo inglés. Otro ejercicio de ficción extrema:

¿Cumpliría su promesa o se iría nuevamente directo a los brazos de El Libertador?
—Manuela existió para dejarnos su extraordinario y valeroso ejemplo de lealtad a una causa. Tanto en este mundo, como en el más allá, Bolívar y Manuela son inseparables. Por los siglos de los siglos.

JAIME MANRIQUE ARDILA.- Nació en Barranquilla en 1949. Recibió el Premio Nacional de Poesía Eduardo Cote Lamus por su libro "Los adoradores de luna" (1976). En español ha publicado también "El cadáver de papá" (novela, cuentos y traducciones de poesía norteamericana), "Notas de cine", "Confesiones de un crítico amateur" (recopilación de reseñas y ensayos críticos sobre cine escritas entre 1974 y 1978) y "Mi cuerpo y otros poemas" (1999). En edición bilingue ha publicado los poemarios "Scarecrow/Espantapájaros" (1990) y "My Night with Federico García Lorca/Mi noche con Federico Garcí Lorca" (1995) y en inglés las novelas "Colombian Gold" (traducida a varias lenguas), "Latin Moon in Manhattan" y "T wiilight at the Ecuator". En coautoría con Joan Larkin tradujo al inglés poemas de Sor Juana Inés de la Cruz "Sor Juanas’s Love Poems/Poemas de amor" en 1997. En 1999 aparece su libro autobiográfico "Eminent Maricones. Arenas, Lorca, Puig and me". Ha enseñado en el Programa MFA de Columbia University, en Mount Holyoke College, New York University, Eugene Lang College y The New School for Social Research donde ha sido escritor residente. Vive en la actualidad en Nueva York.